Harina de otro costal

Sistemáticamente, sentimos la necesidad de salir a hacer fotografías juntos. No es un instinto gregario, pero es lo más parecido a un comportamiento animal. Y fue así como llegamos a la vieja harinera que nos ocupa, tirando de un arcaico sentimiento que no puede reprimir la razón.
Ralo propuso la localización a sabiendas de que no nos negaríamos. La pregunta no era dónde sino cuándo, y sin darnos apenas cuenta estábamos burlando vallas, esquivando zarzas y empujando puertas. Sin embargo parecía no dejarse querer.

De pronto, un acceso. La adrenalina nos invadió dando paso a la decepción justo un instante después, cuando nos dimos cuenta de que sólo era un garaje sin más continuidad donde apenas hicimos fotos.


Una exploración más profunda nos relevó un acceso, esta vez sí, a la nave principal.


Allí estábamos, pasándonos los equipos en cadena y escalando como primates ante la posibilidad de retratar aquel lugar. Una vez dentro, se nos presentaban los huesos de una estructura industrial perfecta.


La falta de piezas en aquella planta no impedía imaginarse que por aquellos huecos del suelo cruzaban, arriba y abajo, correas que sincronizaban los engranajes de aquella, otrora, infernal melé de poleas.


No supimos identificar el proceso que llevaba a cabo cada estructura, apenas un puñado de ellas, etiquetadas con el producto final. Pero era algo que no nos impedía disfrutar del paso de los años sobre aquellos monstruos.


Todo era mecánico.


Nada de pantallas digitales, centralitas de control o mandos a distancia.
Los detalles eran fascinantes, palancas y poleas se mezclaban en el escenario en el que habían bailado sincronizadas por última vez hace ya mucho tiempo.



Los conductos que conducían el grano, las canaletas de descarga, los tamices... todo permanecía allí, un piso más arriba del lugar por el que habíamos entrado.


Kipo comenzó a jugar con las luces y los demás le seguimos. Nos dimos un pequeño susto cuando parte del equipo se quedó atrapado en un lugar que nos parecía inaccesible. Por fortuna, conseguimos recuperar todo sin romper ni alterar el escenario.



Una vez pasado el sobresalto, continuamos jugando y disparando luces, aquella localización bien merecía una sesión fotográfica antes de que los años acabasen por derrumbarla si no lo hacían antes la especulación urbana y los intereses inmobiliarios.


Había sido Mial el primero en acceder al piso superior, y también el primero en bajar hasta la planta baja. Las escaleras no parecían soportar demasiado el paso de la gente ya, pero nos concedieron un esfuerzo y nos plantamos en el último rincón accesible.


Se nos antojaba la planta de proceso final. Aquellas enrejadas ventanas daban directamente a la calle pero la luz no era demasiada ya que, en esta época del año, un día soleado es una lotería poco probable. Las palas de aquellas incansables operarias mecánicas permanecían estáticas para siempre. Una quietud infinita que teníamos que documentar.


Volvimos a jugar con la luz, con el ángulo, con el paso del tiempo.



En medio de todo aquel ambiente industrial abandonado, un gato habría encontrado el coto perfecto de caza, pero también su hora. Y allí permanecían sus restos, casi momificados, en una pose desafiante y agresiva, si cabe, como defendiendo su territorio.


Viene siendo habitual que una vez recogido el equipo echemos un último vistazo atrás. No es un gesto tan elegante como bohemio, sabiendo que el tiempo seguirá haciendo de las suyas y posiblemente nos ofrezca, en un futuro, una estampa diferente.

Volvimos a salir por donde habíamos entrado, nos pasamos los equipos en cadena nuevamente y nos fuimos por donde vinimos con el convencimiento de que nadie volvería a desayunar productos elaborados con la harina manufacturada de aquel lugar.

Aquella harinera seguirá ocupando el paisaje en el entorno urbano que la cobija, pero no ocupará nunca más las mañanas y desayunos de quienes la mantuvieron económicamente viva.

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